El Secreto de la Momia (leyenda mejicana)

El Secreto de la Momia (leyenda mejicana)
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A mediados del siglo, pasado vivía en el mineral de Santa Ana un hombre llamado Pedro Andrade, quien había quedado abandonado de su primera mujer, la que, de modo por demás misterioso, se fue llevándose al único hijo que tenían sin dar mayores explicaciones. Después de casi veinte años de vivir una existencia de soltero, lleno de manías, volvió a contraer nupcias.
La mujer, de nombre Carmen, era simpática y si bien no una belleza, sí guapa o atractiva, provista de ángel, como suele decirse. Ángel que era miel para muchos zánganos que daban vueltas en torno de su panal. Y esto ocurría porque el esposo, minero experimentado, solía pasar largas horas en el fondo del socavón, para encontrar pepitas de oro y vetas de plata que con gusto dilapidaba con tal de complacer gustos, deseos y caprichos de la joven esposa, sin percatarse siquiera de que lo que ella pedía no eran joyas, sino cuidados.
Ante la insistencia de uno de esos enamorados, al fin Carmen cedió, entregándose con las reservas que al caso vienen, pues las leyes de la época castigaban de modo muy severo al adulterio. Pedro nada sabía. Iba, como todos los días, al fondo de la mina, golpeaba pico, pala y azadón contra la tierra, para extraer un mineral en bruto que tras horas de trabajo terminaba por adornar los cuellos y manos de las damas más lujosas del país. Porque de gran calidad, o muchos quilates, como suele decirse en el argot minero, era el oro de su excavación.
Aquella mañana volvió a una hora infrecuente, dichoso porque el filón que encontró era, sin duda, el mayor de su vida. Y vino a toparse con el espectáculo más repugnante de su desdichada existencia: sobre su lecho la esposa dormía abrazada de un hombre. De primera intención quiso asesinarlos a ambos. Mas, entre el impulso y el acto, medió un pensamiento, mucho más tortuoso y laberíntico que la simple venganza. Se arrepintió de matarlos, pero quiso darle una lección inolvidable a su mujer, a la que amaba con todo su corazón y se sentía incapaz de afrontar una segunda huida.
Fue hasta la cama y despertó a los amantes. Carmen, muy asustada, cayó de rodillas e imploró el perdón. Mientras que el intruso quedó como petrificado de espanto y no supo siquiera qué decir. Sin perder un instante, Pedro agarró un puñal y con la empuñadura del arma desmayó de un único golpe aquel que le había mancillado, quien cayó de bruces chorreando sangre. Pedro amarró de pies y manos al sujeto y le pidió a Carmen que lo ayudara, si es que quería conservar la vida.

Tomaron la vereda que va cuesta arriba del cerro. Nadie que los hubiese cruzado habría podido señalar que existió extrañeza en su andar, pues iban tomados de los hombros como viejos amigos, quizá con algunas copas de más. Y fue así que llevaron al hombre inconsciente hasta la boca de una mina abandonada que daba paso a una fosa de gran profundidad. En se momento el herido recobró el conocimiento y comenzó a suplicar por su vida.
—Le juro que me largo. Perdóneme la ofensa. Me iré lejos y no me volverá a ver.
—Claro está. Ahora mismo te marcharás muy lejos, más de lo que tú piensas. Y te aseguro que no lo volverás a hacer.
Y sin mediar más palabras, lo arrojó dentro de aquella oquedad.
Al sentir el vacío, el joven lanzó un alarido de horror que se apagó en cuanto el cuerpo chocó contra las piedras al fondo de la mina.
Carmen permaneció lívida y temblorosa contemplando la tragedia y presintiendo que su fin estaba cerca.
Pero Pedro la llevó de vuelta a casa.
—Mi cariño te ha salvado. Eres testigo, pero tendrás que guardar el secreto, porque en caso contrario, te acusaré de ser tú la autora del crimen. Prométeme que no volverás a engañarme.
Aquella mujer juró cuanto le fue pedido, no estaba en condiciones de negociar. Ni siquiera de pensar en lo que había pasado. Prometió en su momento ser honrada y buena con Pedro.
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Se tenía la sospecha de que algún marido celoso había victimado al muchacho, conocido en la ciudad de Guanajuato por ser calavera y mujeriego. Aunque luego se corrió la bola de que se escapó con una quinceañera para más no volver. Así, cuando las autoridades se cansaron de buscar infructuosamente al desaparecido, Carmen y Pedro se mudaron al barrio  de San Roque, para habitar una casa colonial muy amplia que la nueva riqueza del minero había podido costear.
El hombre pensó que con estos lujos mantendría los deseos de su mujer a raya, no se dio cuenta siquiera de que se estaba poniendo viejo, en tanto que Carmen seguía hermosa y juvenil, su ángel no la abandonaba.
Fue por esos días en que Pedro recibió un anónimo en que se le informaba que Carmen había vuelto a las andadas. Carta que le había enviado un despechado para hacer sufrir al vejete, pero, como veremos, totalmente infundada. Sea por madurez o por pánico, de lo que no puede caber la menor duda es de que la dama guardaba el recato y la compostura debidos.
Muerto de celos ante esta tremenda revelación, Pedro Andrade guardó reserva, aunque se puso a estudiar cada paso de su mujer con, el propósito de sorprenderla en la infidelidad. Es evidente que no tuvo éxito, pues quien nada debe, nada teme.
Considerando que la astucia de su esposa le ganaba la partida, ideó un plan que con sólo imaginarlo le puso la piel de gallina. Con sigilo comenzó los preparativos. Primero fue con el carpintero, a quien pidió le confeccionara un ataúd especial. Luego se dirigió a buscar un peón para que hiciera excavaciones en dos o tres lugares del sótano y finalmente anunció que se iba a México para realizar unos negocios.
Tomó la diligencia que salía de Guanajuato a las cuatro y media de la mañana y llegó hasta Silao. Descendió excusándose de no seguir el viaje debido a que había olvidado unos importantes papeles que le era urgente llevar consigo. Por la tarde de ese mismo día regresó a Guanajuato y se fue hasta el traspatio de su casa, donde abrió la compuerta del túnel que le había mandado preparar al peón. Entró a la casa y descubrió el engaño.
Un hombre joven dormía plácidamente en una de las habitaciones, mientras la infiel estaba en la cocina preparándole manjares.
Las cosas se sucedieron casi en la misma forma que a vez anterior. Sólo que en esta ocasión no desmayó a su contrincante; sencillamente lo amordazó y lo ató de manos, cosa que repitió con su mujer. Ella quise explicarle cuanto ocurría, pero le fue imposible, y que en un santiamén Pedro la había derribado, puesto la cuerda con las manos a la espalda y antes que nada, tapó su boca, primero con la mano, luego con la mordaza, previniendo que los gritos de su esposa fueran a alarmar a los vecinos.
A pie se dirigieron a la mina que Pedro ya conocía y allí, de igual manera que la primera ocasión, arrojó al amante de su mujer. La diferencia consistió en que el ángel de la señora pareció írsele al cielo porque Pedro no la desataba. Los ojos de Carmen se le salían de las órbitas, tan aterrorizad estaba. Sin embargo, el terror que en otras circunstancias le habría hecho temblar y castañear los dientes, ahora la dejaba muda.
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De regreso, Carmen pensó que tras la reprimenda, quizá mayor que la primera, Pedro la dejaría en paz. Aunque sabía que era imposible conocer la reacción de su marido cuando finalmente conociese la verdad.
—Me prometiste que me ibas a ser fiel, que serías buena y honrada. Y no lo has sido. Ahora ya no te puedo perdonar esta ofensa —le dijo a su esposa a modo de despedida.
La arrojó adentro del ataúd, el que había mandado fabricar especialmente; tenía dos respiraderos y tras quitarle la soga de las manos a su mujer, sujetó con éstas la tapa a la caja y con calma procedió a clavar el cofre, pese a los gritos de dolor y espanto que ella daba, pues finalmente ella se había arrancado la mordaza.
—Escúchame, Pedro, por favor te lo ruego. No es lo que tú piensas. Atiéndeme.
Pero Pedro no quiso escuchar razones. Se apresuró a colocar con firmeza la tapa, con lo cual, por más gritos que diera aquella mujer, sólo se oían ruidos quedos y distorsionados.
Ya había enronquecido la señora y tampoco se la escuchaba ni llorar ni rascar desesperada la caja, cuando Pedro llevó el féretro hasta el otro hoyo que el peón había excavado. Con grandes esfuerzos bajó el estuche al fondo de la tumba y comenzó a arrojar arena, cuidando que los respiraderos no se taparan.
Cuando quedaron dos palmos de tierra entre tapa del ataúd y el piso del sótano, fue por una caja que tenía reservada y arrojó el contenido de ésta dentro de la fosa, para, de inmediato, cubrirla con una gruesa baldosa que ocultaría su obra asesina a modo de lápida fúnebre.
Las ratas que había soltado dentro del agujero chillaron enloquecidas al saberse atrapadas y muy pronto descubrieron los respiraderos del ataúd. Y la sabrosa comida que dentro aguardaba.
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Muerta más de dolor y de la desesperación por la verdad que sabía, no pudo decirle lo que había ocurrido. Aunque el secreto que guardó para ella, con tal de no lastimar a su Pedro, le iba a proporcionar la más terrible de las agonías.
Cuando la aurora del nuevo día iluminó el oriente, Pedro había terminado su obra. La bella Carmen murió enterrada viva, con un secreto que le carcomía el alma cuyo dolor era mucho más agudo que el provocado por las mordidas de las ratas.
Aquel mancebo que había llegado por la mañana, cuando Pedro había salido, ¡era su hijo! El hijo de Pedro Andrade con su primera mujer, quien había vuelto a la casa del padre para conocerlo.
La madrastra, en cuanto supo de quien se trataba, lo dejó entrar. Cansado por la travesía pidió dormir un rato. Ella, entretanto, decidió prepararle la mejor de las cenas. Sabía que su Pedro estaría feliz con el reencuentro.
Mientras Carmen mona con un secreto que le quemaba el espíritu, Pedro buscó que ninguna huella delatora quedara, ignorante de su filicidio.
Los ladrillos del pavimiento volvieron al mismo lugar y finalmente se sentó, agotado, silencioso, como muerto en vida, mientras olas de desesperación lo inundaban hasta dejarlo en la carne viva de la angustia. Pensó en varias oportunidades volver, desenterrar a su esposa; pero su dignidad y orgullo heridos le impedían hacerlo. Era lo irremediable, porque a esas horas el cadáver de la que fuera su mujer ya sería pasto de los roedores.
Era mediodía cuando salió a la calle, se dirigió a la cantina y bebió hasta que su corazón dejó de latir con tanta fuerza. Una asfixia tremenda le acompañaba; podía dejar de pensar en el sufrimiento de su amada antes de morir en forma tan terrible.
Fue a la parroquia y le dio un arcón lleno de oro al cura para que hiciese algunas misas en memoria de difunta esposa, que acababa de morir muy lejos, según le dijo. Luego se dirigió a la casa de un único pariente, a quien pensaba heredar la mina y cuanto tenía. Se sorprendió aquel pariente cuando vio llegar Pedro con una expresión desencajada, pues para esas horas él lo suponía en México o, en caso de haber regresado, estaría feliz por la noticia del retomo de su único hijo, a quién él en persona le había proporcionado la nueva dirección del padre.
Jamás se volvió a saber nada de Pedro Andrade. Tal vez se arrojó de cabeza en la misma mina donde antes cometiera los dos asesinatos. Quizá enloqueció  al comprender la verdad.
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Lo único que nos queda es que allá por el año de 1903, dos mujeres solas, solteronas que subsistían de lavar y planchar ajeno, pidieron permiso a las autoridades para habitar la parte que se salvaba del viejo caserón ya en ruinas pues nadie lo había habitado durante décadas.
La casona tenía un aspecto sombrío. Algunas matas de nopal le habían crecido en los altos de los muros y el musgo y el polvo dejaban sus huellas en lo que otrora fueron paredes encaladas.
Los viejos vecinos de por allí sabían que el caserón había pertenecido a un viejo minero que desapareció de la noche a la mañana sin dejar huella. Y era sabido que antes de irse, según relataban los de mayor edad, había enterrado un tesoro. Pero ay de aquel que se atreviese a desenterrarlo, pues estaba maldito.
Las autoridades consintieron en la habitación temporal, porque a nadie dañaba que dos mujeres sin casa ocuparan una mansión abandonada.
En cuanto las dos viejas estuvieron instaladas, comenzaron a escuchar ruidos extraños, lamentos desgarradores, chillidos de ratas, gritos de desesperación y el sonido de dos manos que rascaban, rascaban, rascaban... Una noche, en la penumbra, observaron la sombra de una mujer que les llamaba.
A pesar del miedo, pero impulsadas por la insistencia de los vecinos que les decían que en esa casa había enterrado un tesoro, se decidieron a seguir al fantasma, bajaron al sótano, removieron los ladrillos y comenzaron a cavar.
La tierra en ese sitio estaba muy floja, infestada de túneles de ratas, las que huían despavoridas al ser descubiertas en sus madrigueras, sin importarles dejar abandonadas a sus repugnantes crías.
A metro y medio bajo tierra dieron con la tapa de madera y al destaparla, lejos de encontrar oro, vieron aquel cuadro conmovedor y horrendo.
Con su propia sangre había escrito: “¡Era tu hijo, Pedro!”
El cuerpo de la mujer estaba momificado: sus brazos tenían todavía el postrero impulso de forzar la tapa en un rigor que sólo la muerte confiere a los cuerpos, pero lo que más horrorizaba de aquel cadáver era la mueca de la boca y los ojos, desorbitados, de quien desea revelar un secreto. Su expresión macabra delataba la espantosa muerte.
—Cuando el sepulturero acabó de relatarme la historia, ya era de noche y el viento se quejaba entre las ramazones de las acacias y los cipreses, escuálidos árboles que crecen en esa loma deshidratada. Escuché un murmullo. Parecía una plegaria que cruzaba por sobre aquellas tumbas, un infinito ruego de paz que se alejaba hacia la eternidad.

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